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De cómo perder doce años en un instante

De cómo perder doce años en un instante

Enviado por Fco Álvaro Ruiz de Guzmán-Moure el 01-11-2011

La afición por el reclamo, pasión inigualable, se transforma en ocasiones en un duro penar para llegar a alcanzar el grado de conocimientos y experiencia que anhelamos. Éste relato viene a ser ejemplo, para los que nos iniciamos en esto, de que nadie nace sabiendo y hay que superar malos tragos para llegar a saborear esta modalidad en todo su esplendor. 
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No sabría decir qué hora era… pero, tras el mediodía, ya empezaba a notarse el calor; aun así me eché el chaquetón, ya que el puesto de monte, una obra de arte de mi padre,  estaba a la umbría de un inmenso zarzal. Nada más bajarme del coche, a unos 200 metros de la lomilla donde se localizaba el puesto, escucho salir del carril un «piyóooo piyóoo», tras el cual veo a la collera sobrevolando el cortafuegos y dejándose caer al otro lado… Buena señal.

Me cuelgo a «Aceitunero», cojo el tanto, la escopeta y el asiento, y me dirijo a dar mi cuarto puesto en solitario. No pensaba en si iban a entrar o no, para mí el ir solo al puesto era motivo de celebración, aunque hasta entonces no había tenido la suerte de ver las campesinas en plaza. Una vez llegado, hago las cosas despacio; localizo el puesto, pongo el asiento, miro sin la escopeta por la tronera… y el tanto no me venía bien.

Había unos matojos secos justo a tres pasos del pie de tanto, una jara al otro lado del cortafuego. Al haber muchas más, monto el tanto en la jara que tenía justo a la derecha el antiguo tanto, añadiéndole otras más chicas en los laterales de la jaula —ensayuelada— y tapando con algo de romero la circunferencia base de la jaula. Antes de seguir, observo en la lejanía a los buitres que en la parte alta de la finca se hallaban rondando el cadáver de una cierva, y espero que allí se queden. Una vez hecho el tanto, monto la escopeta y compruebo que me la puedo encarar cómodamente, aunque con el asiento algo más a la derecha, tengo el tiro recto.

Bueno, llega el momento. Destapo a «Aceitunero», y le toco los pitos un ratito mientras doy pasos prolongados y cortos hacia atrás, manteniendo oculta la sayuela. Como siempre, su primera reacción es mirarlo todo, y justo cuando estoy tapando la «mata-puerta» del puesto, empieza a dar de pie muy bajito. Va subiendo el tono y para cuando rompe por un canto de mayor, ya tengo cargada la escopeta y estoy apagando el móvil —mi regla número uno en el puesto—. Tras una breve callada, vuelve a cantar por alto, y contesta un macho algo más alejado de donde había caído la collera, posiblemente serían los mismos subiendo hacia los dormideros. «Aceitunero» contesta y se agarra con otro macho mucho más bajo, dando de pie con tono fuerte. Justo cuando el lejano macho le contesta, escucho unos ruiditos a distancia por detrás del puesto. Conforme se acercaban, se apreciaba mejor el «rrríí-rrrríí» de una perdiz, así que quito el seguro y abro bien el oído.

De repente, «Aceitunero» empieza a recibir y percibo los pasos de un pájaro, entrando a mi izquierda, probablemente a menos de un metro de distancia. Ese es el momento crítico, me descontrolo. Intento no respirar, pero por la frecuencia cardiaca me desespera, a la vez que las piernas bailotean sin hacer caso a mis deseos. Intento aguantar el máximo hasta que pueda observar al campesino en plaza, aunque escucho más los latidos de mi corazón que la rifa entre «Aceitunero» y el macho serreño. No veo a la hembra, pero tampoco puedo asegurar que está cerca, así que centro mi atención en la plaza. Ya veo al pájaro por mi izquierda dirigirse a «Aceitunero» escudado, evidentemente había situado a «Aceitunero» en un sitio muy querencioso sin saberlo, y por eso iba a pedirle cuentas. Le da la vuelta al tanto por detrás, y antes de salir por la derecha, da media vuelta y retorna por el mismo camino. Se decide a quedarse a la izquierda mirando hacia arriba a «Aceitunero», el cual está recibiendo, entonces me decido… ¡¡¡PUUUMMMMM!!! ...... «piyóooooo piyóoooooo».

Me quedo de piedra. Los zorzales han dejado de pasar por encima, los carboneros cesan de cantar y una rapaz que diviso lejana se vuelve hacia otros lares… Mi corazón se ha parado. Tantos años, tantos puestos, tanto frío pasado, tantos viajes interminables para dar el puesto, tantos pájaros desechados, tantos libros leídos, tanta gente conocida, tantas enseñanzas recibidas… y ahora esto. «Aceitunero» se queda muy tieso, por suerte no briega ni da muestra de querer hacerlo, y pasados unos instantes rompo sin querer en un llanto desangelado y silencioso. Me negaba a creerlo… Lo que tanto había amado, con lo que tanto había disfrutado, me daba ahora el mazazo más bajo y certero, haciéndome pasar el peor rato que yo podía imaignarme. Cual no es mi sorpresa cuando veo a un pájaro, quizá la hembra, viniendo desde las jaras detrás de «Aceitunero»… Pero no puede ser la hembra, pienso, son las que menos aguantan un tiro, y más sin quedarse su macho...

Bueno, lo mejor es tranquilizarse. Vuelvo a encarar, «Aceitunero» vuelve a recibir, y justo cuando va a entrar por la izquierda de lado… «piyóoooo piyóoooooooo»… No me lo puedo creer. ¿No querías caldo? Pues toma tres tazas. Ahora sí que no podía reprimirme, a los diez minutos, viendo la inactividad del campo y que «Aceitunero» se limitaba a contemplar el paisaje, decido por la tensión del momento descolgar y esperar a mi padre. Después en frío comprendí que fue un error, al pájaro hay que darle tiempo para ver si se recupera. Pero la cosa se me había escapado de las manos. 

Ensayuelé a «Aceitunero» y recogí el tanto, la silla y la escopeta. Me tumbé mirando al cielo, ahora aparecían los buitres, quizás de regreso a sus dominios, para esas altura poco me importaba. En medio de mi llanto, me dio por ensañarme con la primera jara que pillé, di mil y una vueltas al escenario, el lugar del tiro, el tanto, el puesto, la plaza… No sé cuantas di, ni  cuantas piedras lancé, ni cuantas patadas di al tanto, ni cuantas ojeadas pude dar al cortafuego aquella tarde. ¿Qué sería ahora de mi futuro como cazador? Pensé incluso en dejarlo, pues no podría soportar otro mal trago como ése, pero, tres días después, comprendí que no podía dejar de lado mi otro yo, el que sale a la luz cuando veo cantando a uno de mis sufridos pájaros, ni cuando observo el amanecer entre la niebla sumida en una interminable dehesa, o cuando relato mis pocos pero apasionados puestos a la luz de la lumbre, junto a mis «mayores» pero mejores amigos, esos que comparten conmigo esta pasión que me hace cortas las semanas pensando en mis escapadas a la naturaleza, unas escapadas plagadas de jaras, perdices, «cagás», recibos y olor a pólvora.

Por ello, otro fin de semana, me dirigiría a intentar enmendar mi error y poder ingresar de una vez por todas en este gremio de románticos sufridores incomprendidos, que cada alba, mañana o tarde salimos al campo con la «joroba» que contiene a nuestro más querido y valorado amigo: el reclamo.

Continuará...


Francisco Álvaro Ruiz de Guzmán-Moure


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  • #1 montero

    Qué bonito relato. Cómo se nota que vives con intensidad todos y cada uno de los momentos de la caza de la perdiz con reclamo. Gracias.

    07/11/2011 20:23

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